ASOCIACIÓN PROVINCIAL SEVILLANA DE CRONISTAS
E INVESTIGADORES LOCALES

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SEMINARIO SOBRE MURILLO

1199LOS GREMIOS ARTÍSTICOS EN LA SEVILLA DE MURILLO
Categoría: Actividades Académicas
Enviado por: audiovisuales

El profesor Fernando Cruz Isidoro integra en este seminario al equipo de investigación que dirige con compañeros del departamento de Historia del Arte

Se celebrará en la Escuela de Arte de Sevilla, cuya estructura y labor resulta bastante desconocida, entre los días 4,5 y 6 de Abril en horario de 10 a 14h, y en nuestra Facultad, en la sala de Grados Profesor Carriazo, los días 3, 4, 5 y 6 de Abril en horario de 17 a 21h.

Se aunarán conferencias magistrales, impartidas por Catedráticos eméritos (dos de ellos Premios Fama en la sección de Humanidades, profesores titulares y becarios de investigación), con prácticas en la Escuela de Arte, en sus talleres artísticos, impartidos por sus maestros en oficios: talla en madera, pintura mural, orfebrería…. Se abre, con ello, una línea de interdisciplinariedad con visión de futuro al existir una perfecta sintonía de objetivos y receptividad con la dirección de la Escuela de Arte.

Organiza: Departamento de Historia del Arte-Escuela de Arte de Sevilla

TRIPTICIO 1TRIPTICO 2

FALSA CASA-MUSEO DE MURILLO

Las fechas conmemorativas son muy oportunas para difundir nuestra historia, pero no deben emplearse para contaminar el pasado de confusiones ni leyendas dañinas. Y lo decimos, porque no es cierto que el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo viviese los últimos años de su vida, donde el Instituto Andaluz del Flamenco ha establecido su sede. Así reza una placa de acero inoxidable fijada a la pared del zaguán de la casona de color almagra claro, que se halla ubicada en el barrio de Santa Cruz, frente al convento de las Teresas, en cuya fachada predica un óvalo metálico que es la Casa Museo de Murillo. En caso de que lo hubiese sido, que no lo fue, debió serlo un único año. No todos los últimos de su vida.

En el Padrón de las personas que han de cumplir con el precepto de la confesión y comunión en esta Parroquia de Santa Cruz del año 1682, figura afincado en la casa número 3 de la calle entonces denominada de la Puerta pequeña. Junto a él se encontraban avecindados, su hijo Gaspar, en aquel momento clérigo menor aunque luego llegó a ser canónigo, una tal Ana María y un tal José Cano, probablemente personal del propio servicio doméstico. De los cinco hijos y cuatro hijas que había tenido, sobrevivieron pocos. Con él, nada más, se encontraba don Gaspar, pues una de sus hijas había ingresado como monja en el convento sevillano de Madre de Dios. Murillo tenía 65 años y era viudo desde hacía más de veinte. Y aunque se desconoce la causa por la que alcanzó el privilegio de alojarse en esta morada, adyacente a la iglesia filial de la catedral, demolida y trasladada a la calle Mateos Gago en el transcurso del siglo XIX, es muy posible que este paradero reuniera las mejores condiciones para su retiro, después de la gran caída que sufrió pintando un lienzo para la iglesia de los Capuchinos de Cádiz, un año antes, en 1681. No se sabe si el accidente se perpetró aquí en su estudio, o allí en la bahía. Lo cierto es que, tras el golpe, optó por regresar a la collación de uno de los principales centros de su vida mística y espiritual.

La relación estrecha del clan familiar de los Murillos con la institución eclesiástica –pues su primo hermano Bartolomé Pérez Ortiz llegó a ser canónigo y algunos otros tíos suyos fueron frailes dominicos, como fray Bartolomé Murillo–, y los notabilísimos trabajos que el maestro realizó para la catedral, pudieron haber influenciado en las facilidades que los dirigentes clericales le brindaron para instalarse en el barrio preferido para residir por los curas y prebendados de la catedral. Sus calles estrechas, abrigadas por la muralla que va hacia el Alcázar, deparaban un recogimiento mucho más propicio que el inquietante bullicio de otros lugares transitados de aquella populosa Sevilla. Así lo demuestra el hecho de que, en el entorno de sus callejas, se instalase el hospital destinado a acoger a los sacerdotes ya ancianos y venerables. No perdamos de vista que el máximo responsable del cuidado y mantenimiento de los cuatro templos que auxiliaban a la catedral (San Roque, San Bartolomé, Santa María la Blanca y Santa Cruz) fue, entre 1655 y 1682, el canónigo Justino de Neve, amigo personal suyo y promotor de importantes proyectos artísticos.

Murillo y su familia, que habían mantenido una gran relación con Santa Cruz, como feligreses entre 1659 y 1662, vivieron luego casi dos décadas en la calle San Jerónimo, de la parroquia de San Bartolomé. Estando empadronado allí, pintó los cuatro lienzos del hospicio de los Venerables en 1678.

Su funeral se ofició, el 4 de abril de 1682, en la iglesia de Santa Cruz. Según la anotación de su partida de defunción, se enterró en uno de los cañones de bóveda propios de la fábrica, sin más ostentación. Cuentan las crónicas que el sepelio constituyó todo un acontecimiento popular y que portaron su féretro dos marqueses y cuatro caballeros de órdenes militares.

Extraída del Libro de defunción núm. 2 (1679-1750)
del archivo parroquial de Santa Cruz de Sevilla

 

Confusiones sobre el domicilio

Fue el cronista sevillano Félix González de León quien engendró el equívoco, en 1839, al publicar que Murillo vivió los últimos años de su vida y murió en una casa de la calle Santa Teresa, que se encontraba justamente enfrente del convento de las monjas carmelitas, en el libro Noticia del origen de los nombres de las calles de Sevilla. Apoya su tesis en unos apuntes de su propio abuelo, que decían así: «El día 3 de abril de 1682 murió en la casa que está enfrente de las monjas Teresas el famoso pintor don Bartolomé Esteban Murillo. Este pintor fue íntimo amigo de mi abuelo –tatarabuelo del historiador–, por lo que le pintó y regaló el retrato de mi abuela que está en el comedor». De este modo, González de León, rebatió la propuesta planteada por el viajero romántico Richard Ford unos años antes, en 1831. Este escritor inglés, señalaba como vivienda una de la casa de los Alfaros, en la plaza del mismo nombre, que hacía esquina con la actual del Agua. Difundió hasta un dibujo de ella. A partir de entonces, el deán López Cepero, Amador de los Ríos y Gómez Aceves, insistieron en catalogar el palacete de los Alfaro como el lugar donde había fallecido Murillo. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, los académicos de Bellas Artes y otros intelectuales románticos, como Tubino y Reinoso, concluyen que la casa está en la plaza de Alfaro, pero en la acera que colinda con la plaza de Santa Cruz. Esta propuesta la difundió también el pintor argentino José Miguel Torre Revello, quien copió el texto de una lápida de mármol que se instaló en el número dos de la plaza de Alfaro. Aunque parecía un hogar demasiado humilde y algo reducido, Santiago Montoto consideró, ya en el siglo XX, como buena la nueva designación del espacio en el que pudiera haberle llegado el óbito.

Pero hace escasas décadas, el profesor Diego Angulo Íñiguez recobró aquella sugerencia iniciática de González de León, que señalaba la casa frontera al convento de las Teresas como emplazamiento de su expiración. El eminente historiador del arte, expresa, en el primer tomo de su estudio sobre Murillo, que ambas teorías son conciliables porque pudo haber fallecido en esta casa aunque no hubiese vivido en ella. La publicación de este voluminoso trabajo, en 1981, a solo un año de la celebración del III Centenario de la defunción de Murillo (1682-1982), colmó de argumentos a la Junta de Andalucía para centralizar en este inmueble, de la calle Santa Teresa, buena parte de las actividades de la efeméride, después de haberlo adquirido en 1972.

Nuevas revelaciones documentales

Antes de que la iglesia de Santa Cruz fuese derribada en las primeras décadas del siglo XIX, su puerta principal se abría hacia la calle Santa Teresa. A partir de ella se articulaba un cuerpo de naves, extendido desde el acerado del consulado de Francia hasta el de las murallas que buscan el Alcázar, aunque sin llegar del todo a aquel extremo. En la parte más oriental de la plaza, hacia el borde de la glorieta ajardinada donde está la cruz de forja, se alineaban la torre y una cupulita que cubría el ábside y el presbiterio, según muestra el plano de la ciudad mandado hacer por Pablo de Olavide en 1771. En este mismo documento cartográfico, se comprueba que el templo estaba rodeado por un carril con salidas hacia la calle Mezquita y plaza de Alfaro, respectivamente. Pero además, desvela que por el lateral de la iglesia discurría una callecita estrecha que comunicaba la calle de Santa Teresa con la plaza de Alfaro. La misma que los padrones llaman de la Puerta pequeña o Puerta chica, en razón del portoncillo que se abría hacia ella desde la iglesia.

Con el objeto de esclarecer qué calle fue aquella de la Puerta chica en la que habitó Murillo, hemos cotejado minuciosamente numerosos libros padrones del archivo parroquial de Santa Cruz. La consulta sistemática de estos censos, de manera secuenciada, nos permite reconstruir la evolución del nomenclátor de la calle y su parcelación inmobiliaria. En los siglos XVII y XVIII mantuvo prácticamente el mismo nombre. De Puerta pequeña, pasó a referenciarse como Puerta chica.

Es en el año 1800 cuando aparece asentado un nuevo nombre para la vía: calle de Santa Cruz. Curiosamente el mismo que posee, signado ya, en un padrón militar del Archivo municipal, fechado en 1714. Desde las últimas décadas del siglo XVII, eran tres casas las que integraban la referida calle de la Puerta chica. La primera de ellas estaba dentro de la propia iglesia y las demás en el corto tramo de la calleja. Los padrones de inicios del siglo XIX, cuando la iglesia ocupaba aún gran parte de la plaza y no había sido demolida, registran todavía anotados los mismos tres inmuebles que enuncia el padrón de 1682, cuando falleció Murillo, con la particularidad de que los sitúa, lógicamente, en la calle de Santa Cruz, pero separándolos claramente de los descritos en la «Plazuela de Alfaro» y «Callejón de Alfaro». Se comprueba así que el artista, antes de fallecer, no ocupó ningún inmueble de la calle de Santa Teresa ni de la plaza de los Alfaros.

Registro del padrón del inmueble núm. 3 de la calle Puerta pequeña

Murillo vivió dentro del mismo inmueble que ocuparían años después otros sacerdotes emblemáticos de Santa Cruz. Francisco de Paula Baquero, Cartaya del Barco y hasta el propio Félix José Reinoso, se domiciliaron en esta misma casa que pertenecía a la propiedad del cabildo catedralicio, tal como testimonian diversos documentos del Archivo de la catedral y el propio Padrón de fincas urbanas de 1795, localizado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Este documento urbanístico nos ha servido de igual modo para acreditar que la casa ocupada por Murillo, en 1682, tuvo que hallarse enclavada en la manzana de casas del tablado flamenco de Los Gallos, formada entre las plazas de Santa Cruz y Alfaro. Su casa estaba muy cerca de la que muestra ahora, en su fachada, las letras de bronce puestas por la Academia de Bellas Artes el año 1858, en recuerdo de su enterramiento en la iglesia destruida de Santa Cruz.

Al final, pasará como en Madrid. La Administración reunió a tropecientos arqueólogos para que sondeasen el paradero de los huesos de Cervantes en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, mientras que la búsqueda de la exhumación en legajos se la encomendó solo a un historiador. Pero con una limitación. Que lo hiciera en dos días. Antes de que el Ayuntamiento sevillano hubiese designado el edificio de la calle de Santa Teresa como centro oficial para acoger los actos del IV centenario del nacimiento de Murillo (1617-2017) –van y eligen donde dicen que falleció–; lo lógico es que, con anterioridad, hubiese promovido un trabajo serio de investigación documental que ratificase, o descartase, si ciertamente el genio llegó a vivir tantos años en este palacio de la Junta de Andalucía. Este tratamiento no lo merece uno de los máximos exponentes de la pintura barroca del Siglo de Oro español, que tuvo la habilidad de colmar, a un mismo tiempo, las apetencias de las élites y el pueblo llano, al que conquistó profundamente, quien por excelencia y aclamación popular es el Pintor de Sevilla.

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CONOCER A MURILLO EN EL INSTITUTO CON SU NOMBRE

1153Que la comunidad educativa y la Ampa se pongan de acuerdo para realizar una actividad extraescolar donde impera la cultura es algo que habla a favor de la sociedad en la que esto se realiza y del grupo de personas que se ponen de acuerdo para lograr llevarlo a cabo. Entre el 9 de febrero y el 28 de marzo se sucede en el centro un programa de conferencias en torno a la figura del autor de las Inmaculdas. La próxima cita será mañana, a las 11:45, cuando María Luisa Cano Novas, ex coordinadora de los gabinetes pedagógicos de Andalucía, hablará sobre El convento San José del Carmen. Las monjas vecinas de Murillo. La siguiente cita será el 22 de febrero y esta vez el catedrático de Literatura del IES Fernando Herrera Francisco Martínez Cuadrado disertará sobre Marginados y estafadores, nada nuevo. La novela picaresca en la época de Murillo, a las 10:15. ¿Quién leía? Escritores y libros en la España de Murillo es el tema de la intervención del catedrático de Literatura Española Rogelio Reyes el 9 de marzo a las 11:45.

La doctora y profesora del IES Murillo, Isabel González Muñoz hablará el 15 de marzo sobre el teatro en el Siglo de Oro, a las 11:45 y la profesora de la Universidad de Huelva María Luisa Candau tratará sobre la prostitución en el Siglo de Oro el 23 de marzo a las 11:45. Las intervenciones las cerrará el profesor titular de Historia Económica de la Universidad de Sevilla José Ignacio Martínez Ruiz el 28 de marzo a las 10:15.

Fuente: http://www.diariodesevilla.es/vivirensevilla/Conocer-BMurillo-Ben-instituto-nombre_0_1108689663.html

LA SEVILLA INMACULADA EN EL AÑO QUE NACIÓ MURILLO (1617)

Parece como si Murillo hubiese sido elegido por la providencia divina para ser el pintor de la Inmaculada. ¿O no es revelador, quizá, que naciera el 31 de diciembre de 1617, pocos días después de que la Iglesia y el Ayuntamiento de Sevilla rindieran, de modo conjunto, juramento en defensa del nacimiento de María sin mancha (mácula) del pecado original heredado de Adán y Eva, como Madre de Dios? El pintor logró representar con inusitada genialidad las mejores virtudes de la mujer en la Virgen María, triunfante en el cielo sobre los pecados terrenales encarnados por las puntas encorvadas de la luna creciente, pese a la advertencia efectuada por algún tratadista del arte sobre la irreverencia que constituía. La imagen, posada sobre los cuernos, denuncia, con cierta sutilidad, la inmoralidad de una sociedad contaminada de placeres mundanos, que también hace alusión a las infidelidades que se cometían en aquella Sevilla del pecado, colmada de «mundarias», capital de la opulencia (ostentación y búsqueda desordenada del ocio), como versión más denigrante de la riqueza.

Un fraile dominico del convento sevillano de Regina Angelorum se manifestó en una prédica, el año 1613, en contra del pronunciamiento inmaculista, frente a la opinión de los franciscanos y jesuitas (concepcionistas), originándose en consecuencia una escandalosa protesta popular. De inmediato, el arzobispo don Pedro de Castro y Quiñones se posicionó como defensor del culto a la Purísima, y ordenó que se persiguiese y denunciase a los impugnadores de la piadosa creencia. Este asunto conflictivo de origen religioso, en el que terminaron mezclándose también intereses políticos, sociales y culturales, llegó a Roma, y Sevilla costeó un nuevo viaje de la embajada concepcionista, que había acudido unos meses antes, encabezada por los padres Bernardo del Toro y Mateo Vázquez de Leca, aunque en esta ocasión consiguió obtener un importante gesto de adhesión a la causa.

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El trabajo de exploración documental que en estos años venimos realizando en el Archivo de la Catedral de Sevilla, nos permite documentar el respaldo brindado por la monarquía española a esta iniciativa, erigiéndose en el principal interlocutor de la reivindicación ante el Papa. En el cabildo celebrado el 4 de octubre de 1616, se notifica a los canónigos de una carta firmada por el rey Felipe III, en la que agradece a la Iglesia de Sevilla el éxito conseguido por la comitiva que había viajado al Vaticano. Esta comunicación regia, en la que el monarca informa también de las instrucciones trasladadas al embajador español ante la Santa Sede, para facilitar la misión de los delegados sevillanos, demuestra el alto grado de compromiso asumido por nuestro Imperio hispánico respecto al postulado promovido desde Sevilla, y que la defensa del misterio se había convertido ya en una importante cuestión de Estado.

El domingo 15 de octubre, a eso de las diez de la noche, la ciudad estalló en júbilo al llegar el buleto del Papa, Paulo V, refrendando el apoyo pontificio a la cuestión de la Pura y Limpia Concepción de María. A aquella misma hora comenzó a repicar la Giralda, tal como precisa uno de los libros del archivo que recogen anotaciones de los distintos rituales litúrgicos. Al siguiente día, el lunes 16, se leyó en sesión capitular el breve de su santidad, en cuyas actas hemos consultado las medidas disciplinares que se mandaron cumplir desde Roma contra quienes no defendiesen que «Nuestra Señora la Virgen María fue concebida sin pecado original». Aquella misma mañana, el señor arzobispo dispuso más toques de campanas y que se iluminara el campanario de noche «acompañados con chirimías y trompetas». Se acordó organizar una procesión con la Virgen de los Reyes en acción de gracias por la feliz consecución, y durante diferentes días y noches se celebraron desfiles de máscaras y torneos, como el de los gorreros en las gradas en la plaza. A pesar de la crisis económica y las continuas desgracias, el siglo XVII fue el de mayor esplendor y embellecimiento festivo del barroco. La fiesta se había convertido en manifestación del triunfalismo religioso y también político, por lo que los festejos le otorgaban una credibilidad aún mayor a la monarquía católica como sistema de gobierno. Aquella exultante efervescencia se trasladó al infierno de la calle, y el asunto inmaculista llegó a convertirse en un verdadero problema de orden público, sobre todo contra los dominicos, para cuyas celebraciones callejeras pidió el consistorio hispalense el apaciguamiento de las masas. Por esta razón, la disposición papal procuró poner orden en medio del debate que se había suscitado en torno al misterio entre frailes de distintas órdenes. Pero no colmó la aspiración sevillana de una declaración dogmática.

El 8 de diciembre de 1617, Iglesia y Ayuntamiento se pusieron de acuerdo y formalizaron juntos un acto de juramento en favor del misterio en el transcurso de la misa pontifical, celebrada el día de la festividad litúrgica de la Inmaculada Concepción en el altar mayor del templo metropolitano. El juramento, prestado tras el sermón bajo la fórmula propuesta por la clerecía, con la complacencia de los concejales, fue el primer pronunciamiento oficial de las dos instituciones unidas, después de que ya lo hubiesen rendido de forma particular otras corporaciones locales, como un gran número de cofradías. Documentos municipales y eclesiásticos revelan que la idea de hacerlo de modo asociado partió del propio arzobispo. El Ayuntamiento acordó participar y aprovechar así «la ocasión que se le ofrece de demostrar su piedad y devoción que tiene a la Limpia Concepción de Nuestra Señora», porque «será un acto de muy gran mérito». Un acuerdo municipal adoptado el 29 de noviembre, recoge de forma expresa el gran fervor que se le profesaba a esta advocación, y recalca la ejemplaridad que constituía para la cristiandad y hasta el propio Estado.
Después se organizó la procesión por el interior de las naves, con parada y estación en la capilla de los Reyes. Participaron los Seises, que bailaron y cantaron celebrando la fiesta, tal como la propia Iglesia había pedido también al Ayuntamiento, para que si fuera oportuno previniese la inclusión de «algunas danzas que regocijen el lugar aquel día». La invitación se extendió al vecindario, y este engalanó con colgaduras los balcones e iluminó sus casas. En la Torre del Oro se colocaron banderas y gallardetes, así como un estandarte en el que podía leerse: «María concebida sin pecado original». A la hora del juramento, desde diversas embarcaciones del río se dispararon atronadoras salvas en honor de este misterio.

Se guardan en la biblioteca Colombina varios impresos publicados en 1617 y 1618, que relacionan las fiestas dedicadas a la Inmaculada. Describen con minucias, bailes, mascaradas, torneos, juegos de cañas con libreas y regocijos de toros que se hicieron en el último mes del año. La conjunción de todos estos elementos expresivos pone de manifiesto la antigua raigambre del riquísimo acervo cultural hispalense.

Iconografía de la Inmaculada

Francisco Pacheco sugiere en su Arte de la Pintura, concluido en 1641, que la Inmaculada ha de pintarse con túnica blanca y manto azul, que es como se le apareció a la portuguesa doña Beatriz de Silva. Un sol resplandeciente cercará toda la imagen, unido dulcemente con el cielo, tal como aparece metaforizada en la mujer amada del Cantar de los Cantares, o en la mujer revestida de sol que se sugiere en el Apocalipsis. El tratadista Pacheco recomienda que la imagen apareciese coronada con doce estrellas, compartidas en un círculo claro entre resplandores. La cabeza debía adornarse con una corona imperial, sin que cubra a las estrellas. Debajo de los pies, habrá de hacerse visible la media luna pero con las puntas hacia abajo. Destaca Pacheco que el padre sevillano Luis del Alcázar había escrito sobre esta cuestión de la media luna que: «suelen los pintores poner la luna a los pies de esta mujer, hacia arriba¸ pero es evidente entre los doctos matemáticos, que si el sol y la luna se confrontan, ambas puntas de la luna han de verse hacia abajo». Por esta razón, defendía Pacheco, que la mujer del Apocalipsis no estaba aposentada dentro de la cuna, sino sobre la cima con las puntas invertidas.

Don Quijote, defensor de la sin Mancha

Igual que otros muchos caballeros andantes, don Quijote es representado como defensor de la Inmaculada Concepción. La aparición de la segunda parte del Quijote, en 1615, coincidiendo con toda la explosión inmaculista –término acuñado por el historiador sevillano, don Antonio Domínguez Ortiz–, supuso un gran impulso para la difusión de los principales personajes de la obra. El 26 de enero de 1617 se organizó precisamente en Sevilla una cabalgata de estudiantes con dos caricatos. Uno, haciendo de Quijote, con lanza y rodela, llevaba un cartel a la espalda que decía: «Soy don Quijote el manchego / que aunque nacido en la Mancha / hoy defiendo a la sin mancha». Se convirtió en una tradición extendida la participación de los personajes de don Quijote y Sancho Panza en las mascaradas, representando el primero, el sacrificio y el segundo, el pecado. En otros festejos andaluces, como los celebrados en Baeza y Utrera, don Quijote y otros caballeros andantes defienden con sus armas y emblemas la Concepción Inmaculada de María.

Final

Y si por una mujer vino el pecado, por una mujer vendrá la salvación. Murillo terminará plasmando con su pincel toda aquella gran dialéctica religiosa y política de la Inmaculada Concepción, en contraposición a las tesis de la reforma protestante, y alcanzará a construir un verdadero icono para Sevilla. Con el evangelio de su pintura, catequizó mucho más que cualquier predicador y ayudó a hacer comprensible una teología mariológica entre el sentir popular, como ni tan siquiera consiguió hacerlo el mismísimo escultor, Juan Martínez Montañés, con la Inmaculada que talló para la catedral en 1630, pese a su pertenencia a la erudita congregación de la Granada. Este año próximo de 2017, conmemoraremos cuatro siglos del nacimiento del pintor, pero se cumple también, otros cuatrocientos años del juramento concepcionista proclamado por los cabildos catedralicio y municipal, hito trascendental para entender qué papel ocupa en la consecución de la definición dogmática del misterio (1854), la ciudad que mejor tiene pintado el azul de su cielo.

JULIO MAYO ES HISTORIADOR

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