ASOCIACIÓN PROVINCIAL SEVILLANA DE CRONISTAS
E INVESTIGADORES LOCALES

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PRIMERAS FERIAS A MEDIADOS DEL SIGLO XIX

Cómo Sevilla fue gestando la más universal de sus celebraciones festivas

En el año 1847, el ayuntamiento de Sevilla consiguió de la reina Isabel II la precisa autorización administrativa para poder celebrar, todos los años, una feria de ganados los días 18, 19 y 20 de abril. El expediente de solicitud remitido a Madrid, cuya copia hemos podido consultar en el Archivo municipal, basa la petición en necesidades de estimulación económica y reactivación del sector agropecuario, aunque llama especialmente la atención sobre la fijación de una fecha muy determinada: en el ecuador del mes de abril. El momento del año más idóneo, en el que había un mayor número de visitantes nacionales y extranjeros, atraídos por los célebres desfiles procesionales de Semana Santa y la bondad climática de estas latitudes. Se trataba de aprovechar la estancia de individuos foráneos con cierto poder adquisitivo, que luego propagarían también las excelencias de nuestra tierra fuera de aquí. Este era uno de los principales propósitos de la comisión de festejos, que dirigían los concejales don José María Ibarra y Narciso Bonaplata, adinerados integrantes de la burguesía local que fueron los grandes artífices de su establecimiento.

Pero este evento ganadero y mercantil nació con un marcado carácter civil y una clara vocación lúdica, completamente desligado de la tradición religiosa. Para ello, el ayuntamiento estimuló a los feriantes habituales de ferias ya existentes, como la de Mairena del Alcor o Carmona, e incluso a los de otras de la región, a que participasen en esta de nueva creación, mediante la publicación de una especie de normas de buen gobierno, editadas por el alcalde de entonces, don Alejandro Aguado Ramos de Lara, conde de Montelirios. El articulado municipal legisló la primera distribución espacial de los puestos, en función de la tipología y géneros que expendiesen.

El curioso recibo manuscrito que ilustra este artículo, conservado en el Archivo municipal, detalla los gastos que ocasionó entoldar aquel año inicial la actual calle de San Fernando, entonces conocida como «Nueva de la fábrica (tabacalera)», en cuya acera derecha habrían de situarse los vendedores de ropas, quincallas y mercería, para la mayor comodidad de los concurrentes y feriantes. El principal regidor, mandó que se cubriese de toldos la explanada exterior de la Puerta de San Fernando, que sirvió como portada hasta que fue derribada en 1868. Este mismo documento contable recoge los gastos del toldo deslizado delante de una dependencia de la fábrica de tabacos, junto a la esquina del prado, donde se ubicó el juzgado encargado de solventar los desencuentros comerciales, así como el de la vela prendida en las murallas del Alcázar, en un sector de la huerta del Retiro que son ahora terrenos de los jardines de Murillo, cuyo espacio se destinó a puestos de juguetes de hojalata, guitarras, palillos y abanicos.
Recinto ferial

Desde el centro urbano, se llegaba a través de la calle San Fernando al prado San Sebastián, extenso territorio de propiedad municipal señalado por el consistorio como real de la feria. Entiéndase por real el perímetro acotado, de carácter público, destinado a acoger toda la infraestructura logística del festejo, sobre cuya tierra posee derecho el Estado a percibir diversos tributos fiscales. De todos modos, en el caso que nos ocupa los munícipes sevillanos consiguieron obtener la práctica exención de la mayor parte de los impuestos reales, gracias al apoyo de la institución monárquica.

Todo aquel gran predio quedaba ocupado por el ganado, en su más amplia variedad: cerdos, ovejas, carneros, bueyes, vacas, toros y caballos. Según indican los documentos, fue necesario construir un gran pilón de agua frente a la Puerta de San Fernando y se amplió otro que había en la calle Ancha, del barrio de San Bernardo. Hasta allí llegaban los límites del espacio dedicado al ganado. Los ganaderos se resguardaban mayormente en sombrajos que levantaban para la ocasión en medio de la explanada. Abundaban las estampas de los vaqueros, montados a caballo, con garrocha en mano para acosar vacas y toros, hasta reunirlos ante los compradores que los demandaban. El ambiente rural y campesino de los cortijos que invadía la ciudad los días de la feria, logró imponer unas formas festivas que impactaron enormemente entre el pueblo y llegaron a cosechar un éxito popular sin precedentes.

Los puestos de avellanas, frutas, turrones, alfajores y productos de este mismo género se pusieron primitivamente a continuación de la Huerta del Retiro, cerca de los muros antiguos que hoy delimitan los Jardines de Murillo, y hasta la Puerta de la Carne. A la vuelta de pocos años, el número de puestos se había multiplicado de modo desorbitado con la particularidad de que la mayoría estaban dedicados a la venta de comida y vino. Un detallado listado del año 1860, contabilizaba ya un montante de 237 puestos feriales entre tiendas, mesillas y chozas disponibles para la venta. El Ayuntamiento trató de uniformar los tenderetes destinados a albergar a los gitanos y gitanas que vendían buñuelos, así como a quienes servían comidas y despachaban vino y aguardiente. Todo este grupo de expendedores debía alinearse desde el puente del antiguo arroyo del Tagarete hacia la Enramadilla, que era donde terminaba el campo de la feria.

Casetas pioneras

Desde el año fundacional, se instalaron las de la Diputación provincial y el Ayuntamiento, para cuya decoración interior se repararon los marcos dorados de varios cuadros, más el de una Purísima. Ambos entes públicos compartían ciertas responsabilidades organizativas en la fiesta. Si bien el cuerpo municipal era el auténtico anfitrión, el provincial medió ante el gobierno español. Sin los informes favorables de la Diputación, no se hubiese obtenido el real privilegio. Las dos instituciones ubicaron sus respectivas casetas en la esquina del edificio de la fábrica de tabacos con el prado de San Sebastián, valiéndose de unos amplios bastidores y tejidos, a modo de tiendas de campaña. Junto a ellas, se puso una especie de carpa que acogió un café, en el que podían tomarse también refrescos y licores, fabricada con telones y lienzos pintados del teatro Principal, según relata el cronista don Félix González de León en su dietario de 1847.
En 1853, pusieron la suya propia los duques de Montpensier en todo el medio del real. Adoptaron la costumbre de celebrar rifas benéficas de un buen número de alhajas, donadas por familias distinguidas y la propia infanta doña Luisa Fernanda. Las recaudaciones se destinaban al asilo de mendicidad de San Fernando, el mismo centro asistencial al que la secretaría municipal entregaba todo el dinero que percibía por cada tienda de campaña del real. Adquirieron tanto protagonismo las rifas que, con el tiempo, se formó hasta una calle dedicada casi exclusivamente al negocio de los sorteos.

Por pinturas románticas, grabados, añejas fotografías y distintas descripciones literarias sabemos que el antecedente de las casetas de feria, cuyo actual diseño le debe tanto al pintor Gustavo Bacarisas, se fundamenta en unas tiendas formadas con lienzos de tejidos semejantes a la que montaba la hermandad del Rocío de Triana en la aldea almonteña, a inicios del siglo XIX, los días de la romería. Las primitivas estaban confeccionadas a base de telas vistosas, rematadas de pabellones blancos y adornadas con cintas, ramos, banderas y gallardetes de variados colores. Podemos decir que la impronta estética de las de hoy, han recibido una gran herencia de aquellos recintos efímeros, entoldados, cubiertos a dos aguas, en los que el ritual festivo popular ha terminado venciendo, con el tiempo, a la escenificación social de la élite aristocrática y burguesa.

El ayuntamiento tuvo que efectuar unas importantes obras de mejoras en el recinto ferial, a finales de 1857, sólo diez años después de la fundación. El expediente administrativo recoge el carácter urgente que requería la remodelación de la caseta municipal. Convenía otorgarle una mayor amplitud, con el fin de poder atender bien a las personalidades de la realeza, y que estas pudiesen ser recibidas «con el decoro correspondiente a su alta dignidad». En aquel proyecto de remodelaciones, se consideró oportuno confeccionar otra tienda de campaña, nueva, para el juzgado que pasó a situarse en el real después de haber permanecido varios años dentro de la tabacalera.

La lista más antigua de los señores con tiendas, data de 1863. En ella figura la del Real Círculo de Labradores, citándose ya, entre las preferenciales, la del Casino del Duque, el Mercantil y la de un tal Míster Price, que poseía una «barraca de elefantes». Dentro de estas lujosas tiendas se servían, al mediodía, unos almuerzos espléndidos, de gustos demasiado refinados, y por la noche se organizaban bailes de alta sociedad, a los que acudían los socios con sus invitados, ataviados de rigurosa etiqueta, frac negro y corbata blanca, acompañados de damas acicaladas con trajes de colas largas, hombros desnudos, tules, blondas y pedrerías.

Por la tarde, cuando la actividad agropecuaria quedaba desplazada por la diversión que se ofrecía en los tenderetes, el pueblo asistía atónito a las vueltas marciales que daban los estirados aristócratas, y simuladores de estos, al son de las piezas de ópera que tocaba la banda de música, desde el entarimado que estaba delante de la caseta municipal. Era el momento de los que querían presumir de elegancia y buen tono.

El exquisito repertorio contrastaba con los cantes y bailes populares que la gente llana se marcaba en cualquier otra parte, fuera de tan suntuosas tiendas. La multitud no entendía por qué los señoritos no tomaban vino ni cantaban a la vista del público. La motivación inicial de la élite, que acudía a la feria para reconocerse y aparentar, era la de guardar mucho las apariencias y no evidenciar demasiado las licencias lógicas de estas jornadas festivas. Estas pintorescas observaciones las recogió el escritor sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, en un artículo hermosísimo que publicó en El Museo Universal, el 25 de abril de 1869.

Carácter anticlerical

No es que en el pensamiento de los concejales liberales del momento radicase la idea de forjar una fiesta contra la iglesia. Pero sí sin ella. Dentro de aquel contexto político de mediados del siglo XIX, la formalización de la feria hispalense se revela como una clara manifestación anticlerical. No se explica de otro modo que el segundo año, en 1848, las autoridades civiles mantuviesen como días feriales el Lunes, Martes y Miércoles Santo e interpusieran una celebración folclórica al recogimiento que exigían los preceptos litúrgicos de Semana Santa. La Iglesia de Sevilla se vio relegada así, por vez primera, de la organización de un evento festivo de la ciudad. Pero el malestar de los canónigos llegaba mucho más allá. Estaban enfurecidos con las medidas anticlericales del gobierno liberal de la reina Isabel II, que promovía ya procesos desamortizadores contra las propiedades eclesiásticas, después de haber consumado la exclaustración de un buen número de órdenes religiosas. La corporación municipal mostraba en los plenos, de años como el de 1855, leal cooperación y adhesión absoluta en defensa del trono constitucional de doña Isabel II y sus instituciones liberales. Hasta pasados ya bastantes años, no sería alterada la fecha de celebración inicialmente designada.

Los Duques de Montpensier, que en la sombra fueron grandes rivales de Isabel II con la intención de destronarla y poder llegar al poder, le dispensaron a la feria un importante apoyo institucional, otorgando premios, montando caseta propia, y conviviendo con todo el mundo. Aunque fueron grandes mecenas de la catedral e Iglesia hispalense, no dudaron en recorrer andando toda la feria, comer buñuelos y probar las frutas. Este fue el modo que eligieron para verificar su promoción social entre la alta sociedad local y los más humildes también. Llegaron a mezclarse tanto con el gentío que, hasta el cronista González de León llegó a tildar tales prácticas de vulgares y poco usuales. Pretendían mostrar que la modalidad de gobierno monárquico sugerida por ellos resultaba mucho más conveniente que la desplegada por la reina, desde la capital española. Hemos documentado que los duques de Montpensier pisaron el real la primera vez en 1849, una vez que decidieron alojarse en Sevilla. Aquí instalaron su propia corte en el palacio de San Telmo, cuyos jardines abrieron al público, en la feria de 1854, para satisfacer la curiosidad del público y la de todos los forasteros y extranjeros que ya acudían a la feria.

Consecuciones culturales

En aquel siglo XIX tan calamitoso, pobre y plagado de desgracias, Sevilla logró forjar en pleno Romanticismo una cultura y un folclore único en el mundo gracias a su feria. Terminó por conseguir la integración de ciertos rituales festivos propios del pueblo gitano, hizo convivir a las populares cigarreras con muchas corraleras, de las casas de vecinos, de los barrios más castizos de la ciudad, como los la Macarena y Triana, y definió como uniforme oficial de la fiesta atuendos propios del medio rural. Todos estos frutos del evento sevillano, no lo logaron nunca ferias tan destacadas en aquella centuria decimonónica como las Madrid, Barcelona, Bilbao, y ni tan siquiera las de Londres o París. Una prueba indiscutible de la enorme proyección internacional que ha alcanzado la nuestra, es el hecho de que el traje de flamenca, por ejemplo, se haya hecho famoso en todo el planeta, y que esté considerado en todos los países como el traje típico de la mujer española.

Fuente: http://sevilla.abc.es/sevilla/feria-abril/sevi-primeras-ferias-mediados-siglo-201705042250_noticia.html

JULIO MAYO ES HISTORIADOR

LAS PROHIBICIONES QUE LA ILUSTRACIÓN IMPUSO A LA SEMANA SANTA DE SEVILLA

ABC de Sevilla, Domingo de Ramos, 9 de abril de 2017, págs. 54 y 55.

Qué sería de nuestra Semana Santa sin penitentes, sin música y sólo en horas de sol? Hace dos siglos y medio, el ideal de la Ilustración quiso depurar y reformar las reglas de las cofradías sevillanas y se prodigó en decretos a tal fin. Más que llegar a una purificación de la vida cristiana, los ilustrados persiguieron acabar con otras cuestiones que hoy no se tienen muy claras. Eso sí, con el tiempo se ha demostrado que muchas de las correcciones que el Despotismo Ilustrado quiso aplicar fueron enmiendas sobre cuestiones de orden público más que de índole religiosa. Aquellas prohibiciones, tan contrarias a las tradiciones de esta tierra, fracasaron en el caso concreto de las procesiones de Semana Santa. Hoy continúan organizándose, pero en los archivos consta memoria de aquellos convulsos años.

Por ejemplo, el Gran Poder se llevó seis años sin salir por Semana Santa, en la última década del siglo XVIII, a causa de la severa represión aplicada por las autoridades civiles y religiosas del momento, nada transigentes con los abusos y desórdenes que se registraban en materia de cofradías, a juicio del ideal ilustrado. En la Semana Santa de 1791 pretendió salir la Carretería a las seis de la mañana del Viernes Santo, después de veintiocho años sin hacerlo, y, en consecuencia, se ordenó retrasar media hora la del Gran Poder. Esta solución no fue del agrado de los cofrades, por lo que, como no hubo acuerdo, el Teniente de Asistente don José de Avalos, principal autoridad civil de Sevilla, mandó cerrar su capilla de la parroquia de San Lorenzo a la hora de la salida y comunicó a los oficiales de la junta de gobierno que se retirasen a sus casas.

Los desfiles procesionales de ambas cofradías quedaron suspendidos varios años de modo que el Consejo de Castilla llegó a considerar que habían llegado a extinguirse. Pero en la Semana Santa de 1797 consiguieron llegar a una concordia, adquiriendo el compromiso de que, en años sucesivos, saliese una delante de la otra. Por ello, aquel Viernes Santo salieron las dos a la misma hora y se unieron, como si fueran una sola, en la Punta del Diamante. Los nazarenos entraron mezclados en la Catedral. Pasó primero el paso del Gran Poder, luego el de las Tres Necesidades y, finalmente, la dolorosa del Traspaso.

La hermandad del Silencio obtuvo la aprobación de sus reglas en 1783, cuyo articulado contempla que los nazarenos pudiesen cumplir su estación con el rostro cubierto, en un determinado número de ellos y exclusivamente dentro de la procesión del Viernes Santo. Solo un mes más tarde, el rey Carlos III mandó iniciar la elaboración del Expediente general de Hermandades, entre cuyas reformas se preceptúa que los nazarenos no acompañen los pasos con la cara tapada. Por esta razón, cuando la del Gran Poder incorporó nazarenos a su cortejo en 1782, protestó la primitiva cofradía de Jesús Nazareno como gran acreedora del privilegio.

Nazarenos apresados
Precisamente, el Jueves Santo de aquel mismo año fueron apresados cuatro nazarenos de la Estrella que iban desfilando con el rostro descubierto, cuando la cofradía discurría por la calle Castilla. Fueron maniatados por el alguacil eclesiástico y varios auxiliares suyos, con el claro propósito de llevárselos presos a la cárcel del palacio arzobispal. Aquel proceder tan escandaloso encendió los ánimos de los concurrentes y terminó originando un gran tumulto. Numerosos vecinos de Triana decidieron amotinarse. De inmediato, salieron corriendo detrás de los presos, clamando su libertad. A la altura del Arenal, les dieron alcance a los nazarenos apresados e individuos que lo llevaban prendidos, quienes estuvieron a punto de hacer uso de las armas. Entonces, el gentío pudo arrebatar los presos a los miembros de la justicia eclesiástica en las gradas de la Catedral y los nazarenos quedaron en libertad. Toda la gente regresó a Triana, los nazarenos perseguidos se incorporaron a la procesión y continuó la estación penitencial como si tal cosa. Luego, eso sí, la justicia civil apercibió a los empleados que pretendieron encarcelar a los nazarenos.

Con anterioridad a la real resolución sobre extinción y reforma de las cofradías, que no entró en vigor hasta 1786, había decretado ya el Consejo de Castilla una real orden, en 1777, por la que se prohibía la salida de las cofradías de noche, el uso de trompetas e instrumentos musicales en los desfiles, así como la participación de disciplinantes, empalados, espadados, con grillos o cadenas, y otros géneros de penitencia y mortificación pública. Se trata de una de las normativas que mayores correcciones introdujo en la celebración de nuestra Semana Santa. Aquí en Sevilla, la publicó el 23 de marzo de 1777 don Juan Antonio de Santa María, primer Teniente de Asistente. Y menudo revuelo se levantó. Aunque en el texto no se hace referencia expresa al traje de nazareno, compuesto por la túnica y el capirote, luego en la práctica no sucedió así. Hubo cofradías a las que las autoridades no les consintieron que sus nazarenos fueran en la procesión con el rostro cubierto. De hecho, el Gran Poder decidió no contar con ellos en su comitiva durante varios años. Pero, sin embargo, se hicieron distinciones. Cofradías como la del Silencio sí pudo contar con nazarenos que llevasen la cara oculta bajo el capirote.

Protección de las autoridades sevillanas. Arzobispado y ayuntamiento fueron unas voces ciertamente cómplices que ayudaron a ocultar los muchos desmanes que infringían las cofradías. Cuando fueron reclamados los informes desde Madrid, en 1769, sintomáticamente se ausentaron tanto el cardenal, Solís, como el Asistente, Pablo de Olavide. El eclesiástico lo firmó el provisor Aguilar y Cueto, quien no llegó a resaltar ninguna irregularidad importante, mientras que el municipal lo articuló el teniente de Asistente, don Juan Gutiérrez Piñeres, sin que tampoco llegase a recoger nada perjudicial. Constituyeron dos grandes desencadenantes, que incidieron muy negativamente en la puesta en marcha de toda esta reforma legislativa, los graves sucesos de Marchena, en 1765, donde al paso de la cofradía del Dulce Nombre de Jesús por una de las plazas, se levantó un gran altercado, en el que fallecieron dos cofrades. Así como el caso de Consolación de Utrera, en cuya populosa procesión y romería se registraban grandes desórdenes en la forma de llevar las andas de la Virgen y otros ruidos de variada índole. En ambos pueblos sevillanos se aplicó la ley, con máxima dureza, y llegó a prohibirse la Semana Santa algunos años.

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A cara descubierta
Muchos cofrades que no estuvieron de acuerdo con la nueva modalidad impuesta, prefirieron hacer estación como hermanos de luz, vestidos de traje oscuro. La restricción duró poco tiempo, pues de inmediato empezaron a emplearse las túnicas con capirotes, ocultándose la cara, en las hermandades que así lo desearon. De todos modos, una solución que agradó a los cofrades, fue la de optar por levantarse el antifaz al pasar delante del tribunal que controlaba los horarios y al entrar en la Catedral.

En los últimos compases del siglo XVIII, todavía mantenía vigencia la autoaplicación de azotes. Muchas de las cofradías sevillanas llevaban penitentes azotándose con un manojo de rodezuelos. Flagelarse en público era una muestra obsoleta de penitencia religiosa, según las voces más críticas. Un documento del Archivo del Arzobispado, suscrito por el académico de Buenas Letras y gran ilustrado don Tomas de Gusseme en 1770 describe así los efectos negativos de la mortificación: «…Regularmente son estas personas viciosas y que ejecutaban esta penitencia bárbara. Los ocupa una vanidad rústica de tenerse por hombres de valor los que lo hacen con mayor vanidad y fuerza es común entre ellos el vicio de la embriagadez y toman asunto de falta de sangre para entregarse a ella con mayor ejercicio. Solamente no edifican ni dan buen ejemplo sino que escandalizan positivamente, ponen asquerosos los templos y las calles, y atemorizan a los niños».

Todos estos edictos promulgados en 1777 tuvieron que cumplirlos las cofradías que aspirasen a estar erigidas legalmente y hubiesen conseguido la real aprobación de sus estatutos por el Consejo de Castilla. En 1786, la Sagrada Lanzada suprimió a los hermanos flagelantes, nazarenos y a los demandantes que pedían limosnas. Hay ordenanzas, como las de Montserrat, que recogen la anulación como cofradía de sangre, renegando a su pasado y propia idiosincrasia, acorde a la legislación que se había promulgado contra los flagelantes. La reseña es al tenor siguiente: «…desde ahora en adelante, y para siempre jamás, no pueda llamar ni dar ni llame ni de a esta Hermandad la denominación de Cofradía de Sangre o azote que ha tenido».

La Sagrada Lanzada suprimió también de su cortejo procesional las trompetas dolorosas que lo abrían, en consonancia con la circular del cardenal, difundida en 1783, mediante la que les pedía a los vicarios que vigilasen las procesiones, «procurando que se guardase silencio y devoción». La de la Cena también dejó recalcado en sus reglas la suspensión de la disciplina pública.

Al remitir la del Santo Entierro sus reglas a Madrid, en 1795, desde la Audiencia sevillana se le recomendó que se suprimiesen del cortejo a los ángeles, sibilas, armados y demás particularidades inherentes a la recreación del Santo Entierro. La autoridad civil consideraba aquello como «representaciones impropias, ridículas y ajenas de un acto tan serio, que solo servían para distraer la atención de los fieles en unos días santos, dando margen a alborotos y asonadas». Todos estos elementos paralitúrgicos fueron desterrados igualmente por la del Cristo de la Exaltación y Nuestra Señora de las Lágrimas al recibir la conformidad de sus reglas.

Pero una de las reformas más problemáticas consistió en quitar las procesiones que se celebraban por la noche, con el fin de que se recogiesen antes de ponerse el sol. Ello supuso que las de la madrugada tuvieran que salir al amanecer del Viernes Santo, a partir del año 1777. Pero también tuvieron que modificar sus horarios, e incluso hasta el día de salida, las que lo hacían por la tarde y alargaban su recorrido hasta altas horas. Algunos años, la de Vera Cruz salió a las dos o tres de la tarde. No obstante, conforme fue cesando el rigor de las prohibiciones, esta de Vera Cruz pudo comenzar a salir al anochecer del Jueves Santo porque no perjudicaba a ninguna otra y su iglesia estaba muy cerca de la Catedral.

Carrera oficial
Fue en aquellos años finales del siglo XVIII, cuando se hizo necesario constituir un tribunal que controlase los horarios de las cofradías, surgiendo así la idea de ubicar a los tenientes del señor Asistente, junto a los secretarios, alguaciles y miembros de la fuerza armada, agrupados en un mismo espacio. Las hermandades tenían la obligación de estar en este punto a la hora que se les señalaba, bajo multa y prohibición de no continuar la estación en caso de incumplimiento. Al salir de sus templos, las cofradías llevaban la manguilla particular de cada una hasta este juzgado. La manguilla permanecía en el tribunal hasta la llegada de la procesión, para integrarse en la procesión al paso de la hermandad. En otro zaguán distinto, frente a la cárcel real, se ponían los señores de la Audiencia, a cuyo tribunal se le denominaba con el nombre de la Saleta. Allí se colocaban los alcaldes del crimen y comprobaban si las cofradías cumplían con las reales órdenes referentes a sus salidas.

Reglas en Madrid
La mayor reforma que afrontaron nuestras hermandades fue la de tener que elaborar unas reglas nuevas. Por el decreto de extinción de 25 de junio de 1783 estaban obligadas a desaparecer las cofradías gremiales, de las que en nuestra ciudad había una buena representación. Así volvió a decretarlo también el propio Carlos III el 25 de julio de 1785. Fue entonces cuando se concretó que solo subsistirían aquellas cofradías que, además de la aprobación eclesiástica del arzobispado, recibiesen conjuntamente el beneplácito del Consejo de Castilla. Las hermandades de Ánimas Benditas y las sacramentales se mantendrían, aunque estaban obligadas igualmente a formar nuevos estatutos. Desde entonces, las hermandades quedaron sujetas a la jurisdicción civil ordinaria. Sírvanos el ejemplo de la Macarena, cuya hermandad tuvo que fusionarse con la del Rosario para poder recibir la aprobación de su reglamento el 31 de enero de 1793.

En el Archivo Histórico Nacional de Madrid se conservan casi todos los expedientes de aprobaciones de los estatutos y ordenanzas que tramitó cada cofradía sevillana ante el real órgano para sobrevivir. En muchos de los casos, figuran hasta las reglas fundacionales de los siglos XVI y XVII, después de que hubieran sido enviadas para demostrar la antigüedad que atesoraban. Hubo pueblos, como el de Utrera, en el que la Audiencia de Sevilla, a través de su Ayuntamiento, confiscó las reglas de todas las hermandades existentes. Uno de los grandes tesoros de nuestro patrimonio documental hispalense está depositado en la capital de España sin que hasta ahora se haya promovido reclamación suficiente para traer de vuelta estas auténticas cartas de naturaleza de una de nuestras principales señas de identidad colectivas.

JULIO MAYO ES HISTORIADOR

¿POR QUÉ ESTÁ EL REY FERNANDO III EN EL ESCUDO DE SEVILLA?

Porque es su creador y fundador. Fernando III protagonizó la gestación de una ciudad de nueva creación, que no guardaba ninguna relación con las antiguas Hispalis ni Isbilia, aunque en ella perviviesen comunidades humanas y elementos de variada naturaleza relacionados con civilizaciones anteriores. Se trata, por tanto, de una fundación nueva con un entramado urbano, un sistema político, una organización social e institucional completamente distinta de las del pasado, lógicamente sin vínculo estrechado ninguno con lo anteriormente establecido.

Pero Fernando III no sólo representa la fundación, sino que encarna a la mismísima Corona, de cuyo proyecto estatal Sevilla fue desde aquellos orígenes uno de los pilares fundamentales. La presencia del rey Fernando III en el escudo municipal se debe, estrictamente, a razones relacionadas con el acontecimiento histórico.

El responsable intelectual del diseño heráldico del escudo hispalense no se dejó llevar por sentimientos ni ideologías. Se limitó a recoger, e inmortalizar, de modo esquemático los símbolos que mejor podían ayudarnos a entender el acontecimiento histórico más importante de la ciudad: su fundación. Recurrió a introducir un personaje que, con su acción política, acabaría luego determinando toda la evolución histórica posterior de la ciudad, y que durante muchos siglos gozó una popularidad legendaria, a quien, además, el pueblo atribuía la heroicidad de la gesta. En la mentalidad medieval, la prosperidad de un pueblo dependía de su rey, en quien poseía depositadas todas sus esperanzas. El blasón municipal de Sevilla muestra a su fundador, que también fue rey de Castilla y León. Los habitantes de la nueva ciudad vieron en el rey un símbolo de la unidad y cohesión territorial del nuevo Estado.

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Las alegorías alusivas a la Iglesia que aparecen en el escudo hacen referencia a una institución básica que participó, de modo activo, en la construcción política y cultural de la ciudad, mucho más allá de su cometido desde el punto de vista de la propagación de la fe. Que si hubiesen sido sus protagonistas los luteranos o islámicos, lógicamente se hubiese tenido que representar en él. La cuestión no es que fueran unos u otros, sino los que fueron. Los escudos no son más que una representación simbólica lo más elocuente posible de la historia de la ciudad. Sin entrar a enjuiciarla.

El escudo está llamado a ser el primero de los documentos administrativos que mejor expliquen cuál fue la organización de nuestras sociedades en el pasado. El sevillano recoge agentes que participaron directamente en la gestación de la metrópolis. Exhibe unos símbolos que son rápidamente descifrables, sin que sea necesario estudiar historia en la universidad para identificar a los protagonistas. En síntesis, se trata de un documento gráfico válido tanto por su contenido como por su fácil comprensión, con independencia de la condición sociocultural de quien lo observe.

Una cuestión diferente es que la evolución posterior permita al diseñador heráldico poder añadir algunos símbolos más. Pero en ningún caso reemplazarlos ni sustituirlos. Eso iría en contra de la Historia, como disciplina. Pasado el tiempo, el historiador puede plantear la posibilidad de incluir un nuevo elemento, pero no erradicarlos, porque ello constituiría renunciar a los orígenes de nuestra historia, nos guste más o menos. Esto no es cuestión de opiniones, ni de sentimientos. No podemos pretender que Sevilla tenga un escudo con una simbología que no aluda a su historia. Que renuncie a su dilatado pasado. Debido a la gran tradición histórica de España y Europa, nuestro sistema heráldico se ha decantado más por el uso de la representación de agentes humanos que participasen en los primeros momentos de la construcción. Totalmente distinto, al empleo de alegorías de entornos naturales, como las usadas en los casos del nacimiento de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas.

Heráldica e historia caminan juntas. Si no se modifican las normas heráldicas, es muy poco entendible que el escudo de un ente político, o administrativo, deba de estar actualizándose continuamente según el momento presente. Es que en lugar de llamarme Alberto, me gustaría llamarme Antonio. Actualmente se puede cambiar. Pero lo que no podemos hacer es alterar nuestra identidad porque de ese modo tergiversaremos la auténtica personalidad de la ciudad. Destronar a Fernando III del escudo municipal es despojar al blasón del verdadero origen de Sevilla.

Fuente: http://sevilla.abc.es/sevilla/sevi-esta-fernando-escudo-sevilla-201703082339_noticia.html

ABC de Madrid:  http://www.abc.es/cultura/abci-julio-mayo-murillo-no-vivio-ultimos-anos-casa-museo-sevilla-201703110102_noticia_amp.html

Julio Mayo es historiador.

FALSA CASA-MUSEO DE MURILLO

Las fechas conmemorativas son muy oportunas para difundir nuestra historia, pero no deben emplearse para contaminar el pasado de confusiones ni leyendas dañinas. Y lo decimos, porque no es cierto que el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo viviese los últimos años de su vida, donde el Instituto Andaluz del Flamenco ha establecido su sede. Así reza una placa de acero inoxidable fijada a la pared del zaguán de la casona de color almagra claro, que se halla ubicada en el barrio de Santa Cruz, frente al convento de las Teresas, en cuya fachada predica un óvalo metálico que es la Casa Museo de Murillo. En caso de que lo hubiese sido, que no lo fue, debió serlo un único año. No todos los últimos de su vida.

En el Padrón de las personas que han de cumplir con el precepto de la confesión y comunión en esta Parroquia de Santa Cruz del año 1682, figura afincado en la casa número 3 de la calle entonces denominada de la Puerta pequeña. Junto a él se encontraban avecindados, su hijo Gaspar, en aquel momento clérigo menor aunque luego llegó a ser canónigo, una tal Ana María y un tal José Cano, probablemente personal del propio servicio doméstico. De los cinco hijos y cuatro hijas que había tenido, sobrevivieron pocos. Con él, nada más, se encontraba don Gaspar, pues una de sus hijas había ingresado como monja en el convento sevillano de Madre de Dios. Murillo tenía 65 años y era viudo desde hacía más de veinte. Y aunque se desconoce la causa por la que alcanzó el privilegio de alojarse en esta morada, adyacente a la iglesia filial de la catedral, demolida y trasladada a la calle Mateos Gago en el transcurso del siglo XIX, es muy posible que este paradero reuniera las mejores condiciones para su retiro, después de la gran caída que sufrió pintando un lienzo para la iglesia de los Capuchinos de Cádiz, un año antes, en 1681. No se sabe si el accidente se perpetró aquí en su estudio, o allí en la bahía. Lo cierto es que, tras el golpe, optó por regresar a la collación de uno de los principales centros de su vida mística y espiritual.

La relación estrecha del clan familiar de los Murillos con la institución eclesiástica –pues su primo hermano Bartolomé Pérez Ortiz llegó a ser canónigo y algunos otros tíos suyos fueron frailes dominicos, como fray Bartolomé Murillo–, y los notabilísimos trabajos que el maestro realizó para la catedral, pudieron haber influenciado en las facilidades que los dirigentes clericales le brindaron para instalarse en el barrio preferido para residir por los curas y prebendados de la catedral. Sus calles estrechas, abrigadas por la muralla que va hacia el Alcázar, deparaban un recogimiento mucho más propicio que el inquietante bullicio de otros lugares transitados de aquella populosa Sevilla. Así lo demuestra el hecho de que, en el entorno de sus callejas, se instalase el hospital destinado a acoger a los sacerdotes ya ancianos y venerables. No perdamos de vista que el máximo responsable del cuidado y mantenimiento de los cuatro templos que auxiliaban a la catedral (San Roque, San Bartolomé, Santa María la Blanca y Santa Cruz) fue, entre 1655 y 1682, el canónigo Justino de Neve, amigo personal suyo y promotor de importantes proyectos artísticos.

Murillo y su familia, que habían mantenido una gran relación con Santa Cruz, como feligreses entre 1659 y 1662, vivieron luego casi dos décadas en la calle San Jerónimo, de la parroquia de San Bartolomé. Estando empadronado allí, pintó los cuatro lienzos del hospicio de los Venerables en 1678.

Su funeral se ofició, el 4 de abril de 1682, en la iglesia de Santa Cruz. Según la anotación de su partida de defunción, se enterró en uno de los cañones de bóveda propios de la fábrica, sin más ostentación. Cuentan las crónicas que el sepelio constituyó todo un acontecimiento popular y que portaron su féretro dos marqueses y cuatro caballeros de órdenes militares.

Extraída del Libro de defunción núm. 2 (1679-1750)
del archivo parroquial de Santa Cruz de Sevilla

 

Confusiones sobre el domicilio

Fue el cronista sevillano Félix González de León quien engendró el equívoco, en 1839, al publicar que Murillo vivió los últimos años de su vida y murió en una casa de la calle Santa Teresa, que se encontraba justamente enfrente del convento de las monjas carmelitas, en el libro Noticia del origen de los nombres de las calles de Sevilla. Apoya su tesis en unos apuntes de su propio abuelo, que decían así: «El día 3 de abril de 1682 murió en la casa que está enfrente de las monjas Teresas el famoso pintor don Bartolomé Esteban Murillo. Este pintor fue íntimo amigo de mi abuelo –tatarabuelo del historiador–, por lo que le pintó y regaló el retrato de mi abuela que está en el comedor». De este modo, González de León, rebatió la propuesta planteada por el viajero romántico Richard Ford unos años antes, en 1831. Este escritor inglés, señalaba como vivienda una de la casa de los Alfaros, en la plaza del mismo nombre, que hacía esquina con la actual del Agua. Difundió hasta un dibujo de ella. A partir de entonces, el deán López Cepero, Amador de los Ríos y Gómez Aceves, insistieron en catalogar el palacete de los Alfaro como el lugar donde había fallecido Murillo. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, los académicos de Bellas Artes y otros intelectuales románticos, como Tubino y Reinoso, concluyen que la casa está en la plaza de Alfaro, pero en la acera que colinda con la plaza de Santa Cruz. Esta propuesta la difundió también el pintor argentino José Miguel Torre Revello, quien copió el texto de una lápida de mármol que se instaló en el número dos de la plaza de Alfaro. Aunque parecía un hogar demasiado humilde y algo reducido, Santiago Montoto consideró, ya en el siglo XX, como buena la nueva designación del espacio en el que pudiera haberle llegado el óbito.

Pero hace escasas décadas, el profesor Diego Angulo Íñiguez recobró aquella sugerencia iniciática de González de León, que señalaba la casa frontera al convento de las Teresas como emplazamiento de su expiración. El eminente historiador del arte, expresa, en el primer tomo de su estudio sobre Murillo, que ambas teorías son conciliables porque pudo haber fallecido en esta casa aunque no hubiese vivido en ella. La publicación de este voluminoso trabajo, en 1981, a solo un año de la celebración del III Centenario de la defunción de Murillo (1682-1982), colmó de argumentos a la Junta de Andalucía para centralizar en este inmueble, de la calle Santa Teresa, buena parte de las actividades de la efeméride, después de haberlo adquirido en 1972.

Nuevas revelaciones documentales

Antes de que la iglesia de Santa Cruz fuese derribada en las primeras décadas del siglo XIX, su puerta principal se abría hacia la calle Santa Teresa. A partir de ella se articulaba un cuerpo de naves, extendido desde el acerado del consulado de Francia hasta el de las murallas que buscan el Alcázar, aunque sin llegar del todo a aquel extremo. En la parte más oriental de la plaza, hacia el borde de la glorieta ajardinada donde está la cruz de forja, se alineaban la torre y una cupulita que cubría el ábside y el presbiterio, según muestra el plano de la ciudad mandado hacer por Pablo de Olavide en 1771. En este mismo documento cartográfico, se comprueba que el templo estaba rodeado por un carril con salidas hacia la calle Mezquita y plaza de Alfaro, respectivamente. Pero además, desvela que por el lateral de la iglesia discurría una callecita estrecha que comunicaba la calle de Santa Teresa con la plaza de Alfaro. La misma que los padrones llaman de la Puerta pequeña o Puerta chica, en razón del portoncillo que se abría hacia ella desde la iglesia.

Con el objeto de esclarecer qué calle fue aquella de la Puerta chica en la que habitó Murillo, hemos cotejado minuciosamente numerosos libros padrones del archivo parroquial de Santa Cruz. La consulta sistemática de estos censos, de manera secuenciada, nos permite reconstruir la evolución del nomenclátor de la calle y su parcelación inmobiliaria. En los siglos XVII y XVIII mantuvo prácticamente el mismo nombre. De Puerta pequeña, pasó a referenciarse como Puerta chica.

Es en el año 1800 cuando aparece asentado un nuevo nombre para la vía: calle de Santa Cruz. Curiosamente el mismo que posee, signado ya, en un padrón militar del Archivo municipal, fechado en 1714. Desde las últimas décadas del siglo XVII, eran tres casas las que integraban la referida calle de la Puerta chica. La primera de ellas estaba dentro de la propia iglesia y las demás en el corto tramo de la calleja. Los padrones de inicios del siglo XIX, cuando la iglesia ocupaba aún gran parte de la plaza y no había sido demolida, registran todavía anotados los mismos tres inmuebles que enuncia el padrón de 1682, cuando falleció Murillo, con la particularidad de que los sitúa, lógicamente, en la calle de Santa Cruz, pero separándolos claramente de los descritos en la «Plazuela de Alfaro» y «Callejón de Alfaro». Se comprueba así que el artista, antes de fallecer, no ocupó ningún inmueble de la calle de Santa Teresa ni de la plaza de los Alfaros.

Registro del padrón del inmueble núm. 3 de la calle Puerta pequeña

Murillo vivió dentro del mismo inmueble que ocuparían años después otros sacerdotes emblemáticos de Santa Cruz. Francisco de Paula Baquero, Cartaya del Barco y hasta el propio Félix José Reinoso, se domiciliaron en esta misma casa que pertenecía a la propiedad del cabildo catedralicio, tal como testimonian diversos documentos del Archivo de la catedral y el propio Padrón de fincas urbanas de 1795, localizado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Este documento urbanístico nos ha servido de igual modo para acreditar que la casa ocupada por Murillo, en 1682, tuvo que hallarse enclavada en la manzana de casas del tablado flamenco de Los Gallos, formada entre las plazas de Santa Cruz y Alfaro. Su casa estaba muy cerca de la que muestra ahora, en su fachada, las letras de bronce puestas por la Academia de Bellas Artes el año 1858, en recuerdo de su enterramiento en la iglesia destruida de Santa Cruz.

Al final, pasará como en Madrid. La Administración reunió a tropecientos arqueólogos para que sondeasen el paradero de los huesos de Cervantes en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, mientras que la búsqueda de la exhumación en legajos se la encomendó solo a un historiador. Pero con una limitación. Que lo hiciera en dos días. Antes de que el Ayuntamiento sevillano hubiese designado el edificio de la calle de Santa Teresa como centro oficial para acoger los actos del IV centenario del nacimiento de Murillo (1617-2017) –van y eligen donde dicen que falleció–; lo lógico es que, con anterioridad, hubiese promovido un trabajo serio de investigación documental que ratificase, o descartase, si ciertamente el genio llegó a vivir tantos años en este palacio de la Junta de Andalucía. Este tratamiento no lo merece uno de los máximos exponentes de la pintura barroca del Siglo de Oro español, que tuvo la habilidad de colmar, a un mismo tiempo, las apetencias de las élites y el pueblo llano, al que conquistó profundamente, quien por excelencia y aclamación popular es el Pintor de Sevilla.

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LOS COMIENZOS DE LA COFRADÍA DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE MANILA (1594-1650). NOTAS HISTÓRICAS DE UNA INSTITUCIÓN COLONIAL DE LA ORDEN DE PREDICADORES

La oración y devoción del rosario en Manila constituye un aspecto muy importante de la evangelización española de las Filipinas y especialmente de las misiones de la Orden de Predicadores. El hecho de que la nueva provincia se denomine de Nuestra Señora del Rosario es harto significativo. Este artículo quiere ofrecer una aproximación novedosa respecto a este tema, centrándome en el estudio de la primera etapa histórica de la Cofradía del Rosario de Manila, institución elitista y colonial poco conocida, pero sin duda importante y extensiva de la predicación de la comunidad dominica, para entender la gran devoción a la imagen taumatúrgica de la Virgen del Rosario desde 1593 hasta la actualidad, donde la fiesta y procesión del primer domingo de octubre “La Naval” sigue siendo una referencia fundamental en la religiosidad popular filipina.

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LAS HERMANDADES DEL ROSARIO EN EL ALJARAFE ALTO. NOTICIAS HISTÓRICO-ARTÍSTICAS DEL SIGLO XVIII

Una de las más importantes repercusiones de la labor misionera que los frailes dominicos, venidos de los diversos conventos que la Orden de Predicadores tenía en la ciudad de Sevilla durante el Antiguo Régimen, desarrollaron en los pueblos de la provincia, fue la erección en las parroquias de nuevas hermandades del Rosario o la refundación de otras ya existentes, contando para ello con las respectivas licencias de sus superiores y portando las patentes del ministro general de la orden, que garantizaban a los miembros de las nuevas corporaciones el goce de las indulgencias concedidas a la misma por los sumos pontífices. Como no podía ser de otra forma, también en la comarca del Aljarafe, próxima a la capital, los hijos de Santo Domingo de Guzmán se encargarían de extender la devoción del rosario, generalmente con ocasión de su predicación durante la cuaresma o en otras festividades litúrgicas.

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