ASOCIACIÓN PROVINCIAL SEVILLANA DE CRONISTAS
E INVESTIGADORES LOCALES

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Cómo Sevilla fue gestando la más universal de sus celebraciones festivas

En el año 1847, el ayuntamiento de Sevilla consiguió de la reina Isabel II la precisa autorización administrativa para poder celebrar, todos los años, una feria de ganados los días 18, 19 y 20 de abril. El expediente de solicitud remitido a Madrid, cuya copia hemos podido consultar en el Archivo municipal, basa la petición en necesidades de estimulación económica y reactivación del sector agropecuario, aunque llama especialmente la atención sobre la fijación de una fecha muy determinada: en el ecuador del mes de abril. El momento del año más idóneo, en el que había un mayor número de visitantes nacionales y extranjeros, atraídos por los célebres desfiles procesionales de Semana Santa y la bondad climática de estas latitudes. Se trataba de aprovechar la estancia de individuos foráneos con cierto poder adquisitivo, que luego propagarían también las excelencias de nuestra tierra fuera de aquí. Este era uno de los principales propósitos de la comisión de festejos, que dirigían los concejales don José María Ibarra y Narciso Bonaplata, adinerados integrantes de la burguesía local que fueron los grandes artífices de su establecimiento.

Pero este evento ganadero y mercantil nació con un marcado carácter civil y una clara vocación lúdica, completamente desligado de la tradición religiosa. Para ello, el ayuntamiento estimuló a los feriantes habituales de ferias ya existentes, como la de Mairena del Alcor o Carmona, e incluso a los de otras de la región, a que participasen en esta de nueva creación, mediante la publicación de una especie de normas de buen gobierno, editadas por el alcalde de entonces, don Alejandro Aguado Ramos de Lara, conde de Montelirios. El articulado municipal legisló la primera distribución espacial de los puestos, en función de la tipología y géneros que expendiesen.

El curioso recibo manuscrito que ilustra este artículo, conservado en el Archivo municipal, detalla los gastos que ocasionó entoldar aquel año inicial la actual calle de San Fernando, entonces conocida como «Nueva de la fábrica (tabacalera)», en cuya acera derecha habrían de situarse los vendedores de ropas, quincallas y mercería, para la mayor comodidad de los concurrentes y feriantes. El principal regidor, mandó que se cubriese de toldos la explanada exterior de la Puerta de San Fernando, que sirvió como portada hasta que fue derribada en 1868. Este mismo documento contable recoge los gastos del toldo deslizado delante de una dependencia de la fábrica de tabacos, junto a la esquina del prado, donde se ubicó el juzgado encargado de solventar los desencuentros comerciales, así como el de la vela prendida en las murallas del Alcázar, en un sector de la huerta del Retiro que son ahora terrenos de los jardines de Murillo, cuyo espacio se destinó a puestos de juguetes de hojalata, guitarras, palillos y abanicos.
Recinto ferial

Desde el centro urbano, se llegaba a través de la calle San Fernando al prado San Sebastián, extenso territorio de propiedad municipal señalado por el consistorio como real de la feria. Entiéndase por real el perímetro acotado, de carácter público, destinado a acoger toda la infraestructura logística del festejo, sobre cuya tierra posee derecho el Estado a percibir diversos tributos fiscales. De todos modos, en el caso que nos ocupa los munícipes sevillanos consiguieron obtener la práctica exención de la mayor parte de los impuestos reales, gracias al apoyo de la institución monárquica.

Todo aquel gran predio quedaba ocupado por el ganado, en su más amplia variedad: cerdos, ovejas, carneros, bueyes, vacas, toros y caballos. Según indican los documentos, fue necesario construir un gran pilón de agua frente a la Puerta de San Fernando y se amplió otro que había en la calle Ancha, del barrio de San Bernardo. Hasta allí llegaban los límites del espacio dedicado al ganado. Los ganaderos se resguardaban mayormente en sombrajos que levantaban para la ocasión en medio de la explanada. Abundaban las estampas de los vaqueros, montados a caballo, con garrocha en mano para acosar vacas y toros, hasta reunirlos ante los compradores que los demandaban. El ambiente rural y campesino de los cortijos que invadía la ciudad los días de la feria, logró imponer unas formas festivas que impactaron enormemente entre el pueblo y llegaron a cosechar un éxito popular sin precedentes.

Los puestos de avellanas, frutas, turrones, alfajores y productos de este mismo género se pusieron primitivamente a continuación de la Huerta del Retiro, cerca de los muros antiguos que hoy delimitan los Jardines de Murillo, y hasta la Puerta de la Carne. A la vuelta de pocos años, el número de puestos se había multiplicado de modo desorbitado con la particularidad de que la mayoría estaban dedicados a la venta de comida y vino. Un detallado listado del año 1860, contabilizaba ya un montante de 237 puestos feriales entre tiendas, mesillas y chozas disponibles para la venta. El Ayuntamiento trató de uniformar los tenderetes destinados a albergar a los gitanos y gitanas que vendían buñuelos, así como a quienes servían comidas y despachaban vino y aguardiente. Todo este grupo de expendedores debía alinearse desde el puente del antiguo arroyo del Tagarete hacia la Enramadilla, que era donde terminaba el campo de la feria.

Casetas pioneras

Desde el año fundacional, se instalaron las de la Diputación provincial y el Ayuntamiento, para cuya decoración interior se repararon los marcos dorados de varios cuadros, más el de una Purísima. Ambos entes públicos compartían ciertas responsabilidades organizativas en la fiesta. Si bien el cuerpo municipal era el auténtico anfitrión, el provincial medió ante el gobierno español. Sin los informes favorables de la Diputación, no se hubiese obtenido el real privilegio. Las dos instituciones ubicaron sus respectivas casetas en la esquina del edificio de la fábrica de tabacos con el prado de San Sebastián, valiéndose de unos amplios bastidores y tejidos, a modo de tiendas de campaña. Junto a ellas, se puso una especie de carpa que acogió un café, en el que podían tomarse también refrescos y licores, fabricada con telones y lienzos pintados del teatro Principal, según relata el cronista don Félix González de León en su dietario de 1847.
En 1853, pusieron la suya propia los duques de Montpensier en todo el medio del real. Adoptaron la costumbre de celebrar rifas benéficas de un buen número de alhajas, donadas por familias distinguidas y la propia infanta doña Luisa Fernanda. Las recaudaciones se destinaban al asilo de mendicidad de San Fernando, el mismo centro asistencial al que la secretaría municipal entregaba todo el dinero que percibía por cada tienda de campaña del real. Adquirieron tanto protagonismo las rifas que, con el tiempo, se formó hasta una calle dedicada casi exclusivamente al negocio de los sorteos.

Por pinturas románticas, grabados, añejas fotografías y distintas descripciones literarias sabemos que el antecedente de las casetas de feria, cuyo actual diseño le debe tanto al pintor Gustavo Bacarisas, se fundamenta en unas tiendas formadas con lienzos de tejidos semejantes a la que montaba la hermandad del Rocío de Triana en la aldea almonteña, a inicios del siglo XIX, los días de la romería. Las primitivas estaban confeccionadas a base de telas vistosas, rematadas de pabellones blancos y adornadas con cintas, ramos, banderas y gallardetes de variados colores. Podemos decir que la impronta estética de las de hoy, han recibido una gran herencia de aquellos recintos efímeros, entoldados, cubiertos a dos aguas, en los que el ritual festivo popular ha terminado venciendo, con el tiempo, a la escenificación social de la élite aristocrática y burguesa.

El ayuntamiento tuvo que efectuar unas importantes obras de mejoras en el recinto ferial, a finales de 1857, sólo diez años después de la fundación. El expediente administrativo recoge el carácter urgente que requería la remodelación de la caseta municipal. Convenía otorgarle una mayor amplitud, con el fin de poder atender bien a las personalidades de la realeza, y que estas pudiesen ser recibidas «con el decoro correspondiente a su alta dignidad». En aquel proyecto de remodelaciones, se consideró oportuno confeccionar otra tienda de campaña, nueva, para el juzgado que pasó a situarse en el real después de haber permanecido varios años dentro de la tabacalera.

La lista más antigua de los señores con tiendas, data de 1863. En ella figura la del Real Círculo de Labradores, citándose ya, entre las preferenciales, la del Casino del Duque, el Mercantil y la de un tal Míster Price, que poseía una «barraca de elefantes». Dentro de estas lujosas tiendas se servían, al mediodía, unos almuerzos espléndidos, de gustos demasiado refinados, y por la noche se organizaban bailes de alta sociedad, a los que acudían los socios con sus invitados, ataviados de rigurosa etiqueta, frac negro y corbata blanca, acompañados de damas acicaladas con trajes de colas largas, hombros desnudos, tules, blondas y pedrerías.

Por la tarde, cuando la actividad agropecuaria quedaba desplazada por la diversión que se ofrecía en los tenderetes, el pueblo asistía atónito a las vueltas marciales que daban los estirados aristócratas, y simuladores de estos, al son de las piezas de ópera que tocaba la banda de música, desde el entarimado que estaba delante de la caseta municipal. Era el momento de los que querían presumir de elegancia y buen tono.

El exquisito repertorio contrastaba con los cantes y bailes populares que la gente llana se marcaba en cualquier otra parte, fuera de tan suntuosas tiendas. La multitud no entendía por qué los señoritos no tomaban vino ni cantaban a la vista del público. La motivación inicial de la élite, que acudía a la feria para reconocerse y aparentar, era la de guardar mucho las apariencias y no evidenciar demasiado las licencias lógicas de estas jornadas festivas. Estas pintorescas observaciones las recogió el escritor sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, en un artículo hermosísimo que publicó en El Museo Universal, el 25 de abril de 1869.

Carácter anticlerical

No es que en el pensamiento de los concejales liberales del momento radicase la idea de forjar una fiesta contra la iglesia. Pero sí sin ella. Dentro de aquel contexto político de mediados del siglo XIX, la formalización de la feria hispalense se revela como una clara manifestación anticlerical. No se explica de otro modo que el segundo año, en 1848, las autoridades civiles mantuviesen como días feriales el Lunes, Martes y Miércoles Santo e interpusieran una celebración folclórica al recogimiento que exigían los preceptos litúrgicos de Semana Santa. La Iglesia de Sevilla se vio relegada así, por vez primera, de la organización de un evento festivo de la ciudad. Pero el malestar de los canónigos llegaba mucho más allá. Estaban enfurecidos con las medidas anticlericales del gobierno liberal de la reina Isabel II, que promovía ya procesos desamortizadores contra las propiedades eclesiásticas, después de haber consumado la exclaustración de un buen número de órdenes religiosas. La corporación municipal mostraba en los plenos, de años como el de 1855, leal cooperación y adhesión absoluta en defensa del trono constitucional de doña Isabel II y sus instituciones liberales. Hasta pasados ya bastantes años, no sería alterada la fecha de celebración inicialmente designada.

Los Duques de Montpensier, que en la sombra fueron grandes rivales de Isabel II con la intención de destronarla y poder llegar al poder, le dispensaron a la feria un importante apoyo institucional, otorgando premios, montando caseta propia, y conviviendo con todo el mundo. Aunque fueron grandes mecenas de la catedral e Iglesia hispalense, no dudaron en recorrer andando toda la feria, comer buñuelos y probar las frutas. Este fue el modo que eligieron para verificar su promoción social entre la alta sociedad local y los más humildes también. Llegaron a mezclarse tanto con el gentío que, hasta el cronista González de León llegó a tildar tales prácticas de vulgares y poco usuales. Pretendían mostrar que la modalidad de gobierno monárquico sugerida por ellos resultaba mucho más conveniente que la desplegada por la reina, desde la capital española. Hemos documentado que los duques de Montpensier pisaron el real la primera vez en 1849, una vez que decidieron alojarse en Sevilla. Aquí instalaron su propia corte en el palacio de San Telmo, cuyos jardines abrieron al público, en la feria de 1854, para satisfacer la curiosidad del público y la de todos los forasteros y extranjeros que ya acudían a la feria.

Consecuciones culturales

En aquel siglo XIX tan calamitoso, pobre y plagado de desgracias, Sevilla logró forjar en pleno Romanticismo una cultura y un folclore único en el mundo gracias a su feria. Terminó por conseguir la integración de ciertos rituales festivos propios del pueblo gitano, hizo convivir a las populares cigarreras con muchas corraleras, de las casas de vecinos, de los barrios más castizos de la ciudad, como los la Macarena y Triana, y definió como uniforme oficial de la fiesta atuendos propios del medio rural. Todos estos frutos del evento sevillano, no lo logaron nunca ferias tan destacadas en aquella centuria decimonónica como las Madrid, Barcelona, Bilbao, y ni tan siquiera las de Londres o París. Una prueba indiscutible de la enorme proyección internacional que ha alcanzado la nuestra, es el hecho de que el traje de flamenca, por ejemplo, se haya hecho famoso en todo el planeta, y que esté considerado en todos los países como el traje típico de la mujer española.

Fuente: http://sevilla.abc.es/sevilla/feria-abril/sevi-primeras-ferias-mediados-siglo-201705042250_noticia.html

JULIO MAYO ES HISTORIADOR

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