ASOCIACIÓN PROVINCIAL SEVILLANA DE CRONISTAS
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0652Auge y declive del mito de los Montpensier (1848-1895)

En una España donde la centralidad política y cultural se encontraba instalada ya en Madrid, acaparaba Sevilla, sin embargo, toda la atención religiosa y festiva de los medios de comunicación de la época, de muchos escritores, bastantes viajeros y hasta de un incipiente turismo que comenzaba a despertar por aquellos años intermedios del siglo XIX. Y no por el boato de las celebraciones litúrgicas de la catedral hispalense, indudablemente entre las mejores del país, sino por el modo de celebrar su Semana Santa, la multitudinaria participación del pueblo en las procesiones y el atractivo patrimonio de sus cofradías, que le otorgaban a Sevilla una personalidad única. A mediados de siglo, doña María Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la reina Isabel II, decidió venirse a Sevilla con su marido, don Antonio María de Orleáns, duque de Montpensier (1824–1895), e instalaron en el palacio de San Telmo una corte distinta a la de Madrid, con la que rivalizó en pomposidad, devolviéndole así a Sevilla su papel de vieja sede monárquica. A los ojos de cualquiera, este matrimonio, con derecho sucesorio al trono español, hizo vida de auténticos reyes, aún sin serlos, en una corte que tampoco llegó a ser oficialmente la real. Hoy se les atribuye a los Montpensier haber propiciado una «reinvención» de nuestra Semana Santa y haber introducido una genuina impronta estética, pero poco se habla de la protección política que ofrecieron a nuestras corporaciones religiosas, y menos debate aún ha creado la indiferencia que algunas otras hermandades, y un cierto sector elitista de la sociedad sevillana del momento, mostraron hacia Sus Altezas, una vez que perdieron influencia y la posibilidad definitiva de poder llegar al trono.

Desde que vinieron a Sevilla en 1848 se ganaron la simpatía de todo el pueblo sevillano. Un documento del Archivo de la Catedral revela la preocupación por contener a la muchedumbre que iba a procurar beneficiarse del reparto de pan, dispuesto a las afueras del templo catedralicio, a principios del mes de septiembre de 1850. Sevilla era para los duques un escenario idóneo donde poder desarrollar su proyecto político. Aspiraban a reafirmar la institución monárquica en España, como el sistema de gobierno que mejor favorecería la preservación de las tradiciones y a la religiosidad popular, ante la enorme inestabilidad política del momento. Esto es, una monarquía nueva y renovada, distinta a la de Isabel II, que había permitido al liberalismo sacar adelante leyes anticlericales, como las expropiaciones desamortizadoras. Recordemos que estas medidas habían provocado en la ciudad el cierre de la mayoría de los conventos masculinos, algunos femeninos, y la confiscación de bienes a las cofradías. Un ambiente enrarecido que vino a amortiguar, en el terreno cofradiero, el papel protector y benefactor de los augustos señores. En muchas ocasiones ofrecieron, sobre la marcha, soluciones legales a nuestras hermandades. Su apoyo resultó más que suficiente para que estas entidades lograran obtener el beneplácito de las autoridades eclesiásticas y pudieran llegar a desarrollar su vida corporativa sin cortapisas y cumplir sus estaciones penitenciales. Gracias al tutelaje de los Montpensier, algunas de nuestras hermandades consiguieron la aprobación de sus Reglas, y con ello adquirieron la legalidad preceptiva para su funcionamiento, después de que viniese peligrando incluso la existencia muchas desde que, a finales del siglo XVIII, lo hubiese decretado así Carlos III. Dos ejemplos muy dispares nos revelan con qué necesidades tan distintas utilizaron las hermandades a los infantes aquí en Sevilla. En la hermandad del Gran Poder fueron recibidos como «hermanos y protectores» el 28 de diciembre de 1848, mientras que la de la Carretería los proclamó «hermanos mayores perpetuos», el 12 de abril de 1849. Y no se trataba de un nombramiento honorario, sino efectivo, correspondiéndole ya luego a la hermandad elegir entre sus cofrades al teniente de hermano mayor.

La Semana Santa de los Montpensier que no dejó escrita Bermejo

A partir de la revolución de septiembre de 1868, se abrió una etapa distinta en la vida de los duques en su relación con la ciudad. Después de aprobarse la Constitución de 1869, don Antonio de Orleáns, tuvo incluso que llegar a exiliarse momentáneamente de Sevilla. Comenzó a perder crédito y resultaba conspirador, desleal y traicionero. Don José Bermejo y Carballo silencia en su libro Glorias religiosas de Sevilla (1882) muchas de las actuaciones de los notables bienhechores. En el Archivo de Borbón-Orleáns consta documentalmente cómo el propio Bermejo, siendo mayordomo de Pasión, se apresuró a acudir al palacio de San Telmo en 1851 suplicando limosnas para «un vestido bordado para San Juan que no desdiga los del Señor y la Virgen», además de los 320 reales de vellón que anualmente se entregaba como limosna para la Novena. Deja de contar en su obra que los duques fueron hermanos mayores de Pasión y otras hermandades como Montesión, Montserrat, etc. Alude con ligereza que sí llegaron a serlo de la Carretería, aunque sin precisar mucho más. En el capítulo dedicado a la Soledad de San Buenaventura, Bermejo deja de subrayar las ayudas que prestaron, tanto a la hermandad, como a la realización de la Dolorosa, tallada por Gabriel de Astorga en 1851. En cambio, cuando la donación partía de la esposa de Orleáns, sí opta por introducir la reseña. Es el caso del vestido y manto bordado que regaló Luisa Fernanda a la imagen de gloria de Nuestra Señora de la O de Triana (1853). Esta actitud de Bermejo contrasta sangrantemente con la de Félix González de León –al que Bermejo desacredita varias veces en su estudio–, cronista que dedicó su Historia de las Cofradías (1852) a los «Serenísimos señores Infantes, los Duques de Montpensier» por haber «reanimado las cofradías de esta ciudad, levantando a algunas casi de la nada».

JULIO MAYO
HISTORIADOR E INVESTIGADOR ESPECIALIZADO EN RELIGIOSIDAD POPULAR

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